Antonio Aragón Renuncio
Desde bien chiquito siempre me he sentido atraído por las historias de aventuras en lejanos mares tropicales. Mares de bellos tonos, plenos de matices, sorpresas y peligros. De misterios.
Por fin encontré lo que buscaba, en los cayos perdidos y olvidados. Al norte, muy al norte, cerca de la frontera con Honduras, en el Atlántico. En los dominios de los miskitos, los guardianes del abismo.
El mar en calma, de hermoso color esmeralda, como en mis sueños. Y allá en medio, como un espejismo surgido de la nada, una pequeña utopía de palafitos edificada sobre cimientos de necesidad y sufrimiento. Sobre preciosas y turbulentas aguas azotadas por tormentas y huracanes.
La frenética actividad diaria comenzaba temprano, muy temprano, en los cayos.
A las cinco de la mañana, tras haber dormido sobre las húmedas y duras tablas de la casa flotante familiar, los héroes de las profundidades preparaban con minuciosidad su precario equipo de trabajo: una simple máscara antediluviana, un tanque que con costo soportaba la presión del aire viciado que alojaba en su interior, unas aletas remendadas una y otra vez, y una varilla terminada en forma de gancho con la que entablar su personal lucha por la supervivencia.
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